RETRATO COMO RITUAL DE IDENTIDAD
Es un hecho científico: el ser humano está programado genéticamente para buscar y reconocer rostros humanos. Incluso en formas elementales y abstractas: dos puntos y tenemos un hombre que nos mira. Una pequeña línea curva y ya nos sonríe. Por eso vemos el famoso hombre de la luna, fantasmas casi humanos en la noche, semejanzas en las siluetas. Nos vemos a nosotros mismos, en medio de infinitas formas.
En el comienzo de los tiempos, el hombre, que apenas construía un lenguaje, que inventaba una forma de sociedad más allá de la manada, jamás vio su propio rostro. Pasaron miles de años antes de que un metal pulido le devolviera su mirada de asombro y reconocimiento. Ya elaborado por los antiguos egipcios, etruscos y romanos, de todas maneras a finales del siglo XVIII eran pocas las familias que podían darse el lujo de tener un espejo en casa. Así pues, la imagen del individuo estuvo siempre condicionada por la familiaridad que estableciera con el otro. El era, en cierto sentido, la mirada del otro, trascendiendo a todos los planos: intelectual, físico, emocional, espiritual.
En nuestro subconsciente como especie tiene todavía un enorme poder el hecho de que primero nos vemos en otro rostro: el niño que ve a su madre con la inocencia de pensar que él es un todo con ella. Luego viene la angustia de saberse “otro” y la necesidad de establecer una identidad, de enseñar un “yo” al mundo. Comienza la seducción del espejo, la fascinación y el temor de su yo físico, la dictadura del ego.
Establecimos desde siempre una poderosa conexión psíquica con el retrato, es un reflejo ancestral. Es el hombre que se dibuja a sí mismo en la pared de una caverna, como un hecho mágico y protector, que le confiere a ese hombre dibujado, que dibuja, poder sobre la naturaleza, protección divina. Y quizás sí obtuvimos esta protección, después de todo; ha sido una larga travesía y aún permanecemos, evolucionando, sobreviviendo, planteándonos nuevas revelaciones de identidad, nuevos poderes y talismanes que nos permitan sobrevivir en la sociedad tecnológica actual. ¿Cuál será la forma del talismán que dibujamos ahora para salvarnos?
En la sociedad tecnológica nuestro rostro está sobreexpuesto y al igual que en el mundo primitivo, nuestro retrato es un hecho colectivo. Los mass media lo humanizan y deshumanizan. Detrás de los rostros más famosos y de las vidas más públicas, quizás no hay nadie. Son un invento de la sociedad de consumo.
Tenemos una identidad paralela en el mundo virtual, que delineamos a conciencia: estamos obligados a elegir permanentemente cómo nos verán cientos de usuarios de Twitter, Youtube, Myspace o, quizás el más interesante para nuestro tema, Facebook, con más de 400 millones de usuarios. El libro de las caras. Nuestra identidad virtual vista por miles de personas. El hecho colectivo, nunca individual. Nuestro pasaje de identidad contemporáneo que se apropia cada vez más de la vida social de las nuevas generaciones. Sólo en Facebook, se suben más de 83 millones de fotos cada día. Fotos que, en su mayoría, están relatando hechos de la vida social de la gente. Es casi imposible pensar en un viaje, una fiesta o cualquier evento que no deje huella en éste o en tantos otros portales que nos permiten administrar las relaciones sociales.
Nuestra imagen que se relaciona con la imagen del otro, un ruido que generalmente sólo está conteniendo silencio y vacío.
Más allá, Second Life nos permite crear una identidad completamente nueva y llevar una vida paralela que se desarrolla en la red. La imagen física de esta vida la configuramos nosotros mismos, creamos nuestro avatar como nos plazca: podemos cambiar nuestro sexo, raza, edad, profesión, para relacionarnos con otros avatares; en Second Life trabajamos, hacemos amigos, nos enamoramos, nos casamos, tenemos hijos, viajamos, incluso formamos movimientos políticos, vamos a fiestas, exposiciones de arte, nos enfermamos y hasta morimos; en fin, todo un mundo que para algunas personas es referente del mundo real.
Por eso, plantearle a un grupo de artistas que elabore un retrato siempre tendrá vigencia, aunque los museos e iglesias estén llenos de esculturas, pinturas y más recientemente fotografías que nos hablan, entre otras cosas, de la relación que establecen los artistas con el poder (del clero, de la nobleza, del ejército, del capital). Retratos del dios que concebimos a imagen y semejanza nuestra, para que a su vez nos creara a imagen y semejanza suya -objetos de adoración en sí mismos, ante los cuales el devoto se arrodilla y reza-. Imágenes otras de poder, retratos de reyes, emperadores y obispos; el guerrero victorioso en el campo de batalla, retratos que hablan de su tiempo, de las relaciones sociales y los conflictos que vivimos, donde se habla del amor, de la soledad, de la ambición, de la muerte, de los triunfos y miserias que relatan nuestra vida desde tiempos inmemoriales.
María Clara Fernández
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