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Catalepsia museística, por Roldán Esteva-Grillet

Lunes, 14 de junio de 2010

Hasta principios de los setenta del pasado siglo, en Caracas sólo existía el Museo de Bellas Artes como institución vinculada al desarrollo artístico del país. Desde su refundación, en 1938, con un edificio entre neoclásico y art decó de Carlos Raúl Villanueva, y en particular con sus Salones Oficiales de Arte Venezolano, entre 1940 y 1969, hasta la creación de los nuevos museos de los años setenta, Galería de Arte Nacional y Museo de Arte Contemporáneo, ese antiguo y prestigioso museo atesoró la principal colección de arte del país, a la vez que sirvió de sede de una importante serie de exposiciones de arte extranjero que contribuyeron mucho a incrementar el gusto por el arte y la formación de nuestros jóvenes artistas. Como una de sus funciones colaterales, cumplió con ceder alternativamente alguna de sus salas para exposiciones de artistas contemporáneos, en momentos en que las galerías comerciales era escasas, actividad que no dejó de realizar cuando éstas abundaron, pero ya escogiendo aquellos artistas consagrados o de vanguardia que las mismas galerías no se atrevían o no les interesaba patrocinar.
En el interior de la República, sólo en los años sesenta en Mérida, y gracias al impulso de la Universidad de los Andes, dos museos nuevos surgieron: el de Arte Colonial y el de Arte Moderno. En Valencia, la actividad tesonera de su Ateneo hacía posible el crecimiento, año tras año, de una riquísima y muy representativa colección de la pintura y escultura venezolanas, en tanto que en Maracaibo la labor solitaria y heroica, también de una institución privada, el Centro de Bellas Artes, hacía lo suyo. Otros museos vieron la luz en esos espléndidos años setenta de expansión en el ámbito cultural: el Narváez de Porlamar, el Soto de Ciudad Bolívar, el Abreu de Maracay.
La creación de la Galería de Arte Nacional, a costa de una buena parte de la colección de arte venezolano atesorado por el Museo de Bellas Artes, llevó al retiro definitivo del campo museístico a su último director, el diseñador, ceramista y crítico de arte Miguel Arroyo. Aún así, siguió dando sus aportes en el campo de la docencia universitaria (Universidad Simón Bolívar, Universidad Central de Venezuela), realizando trascendentes curadurías (Arte Prehispánico de Venezuela), diseñando la museografía de un museo del interior (Museo de Arte Colonial y del siglo XIX de Coro) o recopilando en un libro sus textos críticos, estudios y polémicas gracias a la Academia Nacional de la Historia.
Los años ochenta fueron los años del retorno a la pintura, luego de tanto conceptualismo y performances, pero sobre todo de los salones regionales. No hubo ciudad capital del interior que no lanzara su Bienal o su Salón anual, con la participación de entendidos locales y la invitación de críticos de arte residenciados en Caracas. Nuevos museos entraron a disputarse el público creciente del arte en Caracas: el de la Rinconada (hoy Alejandro Otero), el Museo de Arte Popular de Petare, el Cruz Diez dedicado a la estampa y el diseño, el Jacobo Borges en el oeste de la ciudad. Todos sin excepción, fueron eventualmente sedes de exposiciones significativas, que originaron polémica y dejaron registrado en sesudos y bien ilustrados catálogos el acontecer artístico el momento. Por si quedaran dudas, la prensa de época da cuenta de todas estas actividades, con las correspondientes reseñas críticas, entrevistas a artistas premiados o disconformes, o encuestas entre el público asistente, cuando no las mismas declaraciones de alguna de las varias autoridades en cuyas manos estaba el presupuesto o el diseño de políticas.
La llegada de los noventa significó un paso fundamental de madurez en la gestión museística, con una generación ya formada, con estudios universitarios y suficiente experiencia en la administración de colecciones y en la curaduría de exposiciones. El paso lógico fue otorgar mayor independencia programática y autonomía gerencial a los principales museos a través de la figura jurídica de la Fundación de Estado.
Sin pretender historiar esa década de sana competencia entre los principales museos, que vio crecer sus públicos al tiempo que la calidad de sus exposiciones, fuesen traídas del exterior u originadas en el patio, lo cierto es que todavía se consiguen a la venta algunos de los enjundiosos catálogos de entonces que ponen de manifiesto el fervor y el rigor con que se trabajaba. Los diversos gobiernos supieron, sin mezquindad alguna, reconocer el derecho a una autonomía en la gestión, basados en la confianza en un personal de alto nivel, especializado, ajeno a la política y sólo atentos a la calidad que un museo debe ofrecer a su público. Baste con decir que nuestros museos eran la vanguardia en Sudamérica y algunos de ellos, como el Museo de Bellas Artes o el Museo de Arte Contemporáneo habían adquirido el nivel envidiable para cualquier país como para recibir en sus sedes exposiciones sumamente apetecibles de parte de museos prestigiosos de Europa o Estados Unidos, con mayor experiencia y riqueza patrimonial.
La situación empieza a cambiar a partir del año 2000. Veamos algunos síntomas. Ese año el Museo Jacobo Borges acepta exponer una gran exposición fotográfica, tipo reporteril, sobre el primer año de gobierno del presidente Hugo Chávez Frías. Por su parte, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas “Sofía Imber”, acepta exponer una selección de piezas artesanales y turísticas de cada uno de los países miembros de la OPEP, reunidos en el Parque Central. Ambas programaciones fueron iniciativas, no por cierto de las respectivas directoras (Adriana Meneses Imber y Sofía Imber), sino impuestas por el Presidente del CONAC, Manuel Espinoza, pintor, diseñador gráfico y director fundador de la Galería de Arte Nacional, y miembro de cuanto consejo consultivo existiese en los museos de entonces.
La exposición del MACCSI fue criticada por Juan Carlos Palenzuela, entonces funcionario de Cancillería, y a los dos días fue destituido de su cargo por el entonces Ministro de Relaciones Interiores José Vicente Rangel. Este mismo Ministro, cuya esposa funge de escultora a ratos, rastreó con insistencia a un celebrado crítico de arte venezolano, de larga trayectoria y todavía activo entre nosotros, Perán Erminy, para que le hiciera el texto de catálogo de la exposición organizada por Cancillería para la Embajada de Venezuela en París. El crítico en cuestión no se dio por aludido y siguió en sus trece.
A inicios del año 2001, ocurrió la vergonzosa y humillante destitución de varios de los más famosos directores de museos, entre ellos Sofia Imber y María Elena Ramos, desde un programa de televisión por parte del Presidente de la República. La medida tomó por sorpresa a todos menos a Espinoza, autor de la maquinación, pero motivó la renuncia de quien había sustituido a Roberto Guevara (ya fallecido) en la Dirección Sectorial de Museos, el arquitecto Guillermo Barrios, hoy decano de su Facultad en la UCV.
Puede decirse que por un escaso lustro, los museos siguieron actuando como si nada hubiera pasado, si bien algunos de ellos se resintieron fuertemente de ciertas manipulaciones desde el CONAC. Se creía con mucha ingenuidad que la presencia de Manuel Espinoza en su Presidencia podía ser una garantía de comprensión hacia sus necesidades. En 2003, Espinosa, comunista de vieja guardia, renuncia a su cargo ante la reducción del 30% del presupuesto para los museos. Se había creado el Ministerio de la Cultura, sin cartera, en manos del arquitecto Francisco Sesto Nova. El nuevo Ministro se encargó de liquidar al CONAC. Su primera política en relación a los museos fue la de promover la creación de sindicatos de trabajadores. Pero, entre manos se traía ya extender a los museos una política de reducción drástica de personal; es así que al nuevo director de la Galería de Arte Nacional, el crítico y museólogo Francisco Dantonio le pedía informalmente que, de cien empleados que tenía, la institución debía prescindir de la mitad.
Mal que bien, por los pocos recursos, la Galería de Arte Nacional y el resto de los museos alcanzaron a realizar hasta 2004 una que otra exposición al viejo estilo, es decir, con todos los requisitos cumplidos por la museología contemporánea. El artista Alirio Oramas obtuvo un espacio generoso para una exposición curada por él mismo, con su correspondiente catálogo; a la muerte de Humberto Jaimes Sánchez la GAN montó una exposición retrospectiva de su obra; lo mismo con el fotógrafo Carlos Puche, curada por Ernesto Guevara. Por su parte, el Museo de la Estampa y el Diseño exhibió una selección de las doscientas pruebas de autor donadas Luis Guevara Moreno.
Sin embargo, cuando la Galería de Arte Nacional quiso celebrar el centenario de Francisco Narváez, la exposición curada por Francisco Dantonio quedó bastante deslucida al no poder incorporar piezas de coleccionistas privados. El Presidente de la República acababa de amenazar con un impuesto al lujo que afectaría a los coleccionistas privados y estaba en discusión una ley de derechos de autor según la cual el Estado podría expropiar los correspondientes a aquellos autores o artistas declarados patrimonio nacional. Menos mal que otras instituciones salieron adelante con sus respectivos homenajes a Francisco Narváez: la Universidad Central de Venezuela (curador Freddy Carreño), Fundación Provincial (curadora Mariela Provenzali), seguros La Previsora (curadora Susana Benko, en la sala Arte Ascaso), en donde el público pudo admirar obras de colecciones públicas y privadas.
La última exposición digna, con todas las de la ley, realizada en la Galería de Arte Nacional, fue una retrospectiva en homenaje a Claudio Perna, curada por la crítico y museóloga Zuleiva Vivas en 2004. La exposición abarcó cinco salas y contó con un libro-catálogo de consulta fundamental para conocer la obra de este artista. Considero de suma importancia retener este último dato, pues a partir del siguiente año todo empieza a derrumbarse.
En efecto, en 2005 el ministro Sesto considera necesario dar por finiquitada a experiencia autonómica de las Fundaciones de Estado para cada uno de los museos, y centralizar todo en una sola Fundación de Museos Nacionales, dueña a su vez de todo el patrimonio. Se centraría así la administración de los recursos pero también, y fue lo más criticable, toda la programación. En pocas palabras, los museos, o mejor dicho, los directores de museos ya no podrían realizar sus propias programaciones en sana competencia, atendiendo a sus respectivos perfiles museísticos, sino que debían atenerse a lo que se decidiera en la Fundación como cuerpo directivo.
De los entonces directivos sólo uno, el arquitecto José Cesarino, del Museo de Ciencias, manifestó públicamente su inconformidad pues lo mezclaban con instituciones artísticas cuando su museo debía aglutinarse con los científicos y tecnológicos. En tanto que la crítica y museóloga Catherine Chacón, de la Estampa y el Diseño, consideró que la idea era semejante a la Reunión de Museos Nacionales que funcionaba en París…
Al mismo tiempo, en el MACC y el MAO se convocaban reuniones para discutir el “Socialismo en los Museos”. A la del MAO uno de los invitados especiales fue el Secretario General del Partido Comunista, Jerónimo Carrera. Alguien del público intervino advirtiendo que en los museos seguía existiendo una masa de trabajadores desafectos al régimen y que era necesario hacer una limpieza general para evitar saboteos o “guarimbas”, palabra de moda.
La Presidencia de la Fundación de Museos Nacionales, al parecer, se convirtió en el cargo burocrático más ambicionado por algunos personeros y arrivistas, con el poder de cambiar y nombrar a diestra y siniestra a directores afectos o desafectos, ni siquiera al régimen sino a las propias simpatías. En seis años, el Museo de Ciencias ha tenido siete directores, y algunos directores de otros museos han estado en el cargo no más de tres meses, tan breve su paso que la gente ni siquiera llega a asimilar el nombre. La inmensa rotación en los cargos ha sido un inconveniente serio, en ningún caso tomado en cuenta por las autoridades, por lo que significa de pérdida de tiempo y energía en inútiles reprogramaciones, y por el mismo desconcierto que genera entre los subordinados que ya no saben a qué atenerse.
Al año de su creación, la Fundación de Museos Nacionales decide ampliar el número de museos: así surgen el de la Palabra (a partir de la Plataforma del Libro, con Rubén Wisotzki), el de Fotografía (en Ciudad Bolívar o Puerto Ordaz, con Juan Vicente Gómez Gómez), el de Cine (en Mérida, con Armando Arce), el de la Diversidad Cultural (ya existente en las colecciones del UNIDEF, con Luis Galindo), el de Ciencia y Tecnología (en Barquisimeto, con José Cesarino), el de Arte Popular (en Caracas, con Laura Carrera), el de Arquitectura (en Caracas, con Juan Pedro Posani) y el de Historia (en Maracay, con Pedro Calzadilla). Ninguno con sede y mucho menos con una colección específica: todo en el papel, salvo el de Arte Popular pues ya se había adquirido a fines de los noventa la colección de Mariano Díaz (1420 piezas, más 25 obras de Manasés, y otras posteriormente donadas por el IARTES). De todos estos museos, los únicos que construyen sus sedes son los de Historia y el de Arquitectura.
También quedaron bajo la égida de la Fundación los museos históricos (Casa Natal, Museo Bolivariano, Panteón Nacional, Cuadra Bolívar, San Mateo), pero casi de inmediato pasaron al Centro Nacional de la Historia, junto con el Museo de Historia. Este Centro Nacional de Historia, dirigido por Arístides Medina Rubio, había sido creado por la imposibilidad oficinista de manipular a una antigua institución, la Academia Nacional de la Historia, cuyas autoridades responden al dictamen democrático de sus miembros.
Desde la presidencia de la Fundación de Museo Nacionales se impuso, especialmente con Zuleiva Vivas, una política que hasta ahora se ha seguido a pie juntillas, y que resumidamente ha consistido en estas pautas: no dar información a la prensa sin autorización; no conceder entrevistas a los medios desafectos al régimen; no adquirir obras, salvo que sean donadas (aunque se sabe que el retrato de Cipriano Castro, de Herrera Toro, fue adquirido para la GAN por orden presidencial); no se hacen exposiciones individuales, sólo colectivas; las exposiciones deben duran de tres a cuatro meses (las hay que han durado entre seis y nueve meses); programación anual limitada a tres exposiciones; no se publican catálogos; se usan las paredes para explicaciones didácticas; prioridad educativa y rezago investigativo; desaparición del curador; ausencia de autonomía programática; no se pagan seguros, por tanto no se incluyen obras de colecciones privadas; reciclaje de colecciones; selección de personal, mediatizada por la política; no se reciben exposiciones del exterior salvo aquellas que interesen políticamente.
Sobre este punto, por cierto es bueno señalar que sólo cuatro exposiciones se han dado: la de Zapata, no Pedro León sino la del mexicano, cuya curaduría estuvo en manos de Gladys Yunes; la del fotógrafo suizo Burri (por su reportaje gráfico del Ché Guevara como Ministro en Cuba), ambas en el MBA; la de un caricaturista argentino (por la relación con la pareja Kitchner) en el MUJABO, y la del arquitecto brasilero Niemeyer (por comunista y la relación con Lula) en el MACC. Algunas de estas exposiciones han resultado carísimas (Zapata, 100 mil dólares; Burri, 35 mil dólares) lo que ha significado para el MBA quedarse el resto del año sin presupuesto.
De manera que la última exposición digna la realizó la Galería de Arte Nacional, siendo la curadora Zuleiva Vivas, con su buen catálogo; pero, llegada a la Presidencia a la Fundación Nacional de Museos, proscribe las curadurías, los catálogos y las exposiciones individuales. Y en el caso del Museo Alejandro Otero hay más; aceptan la curaduría de un Miguel Miguel, o el Salón del Banco Caribe, curado por Freddy Carreño, o la curaduría interna de una investigadora Constanza de Rogatis, actualmente fuera del país, con el título de “El hilo de Ariadna”; la exposición dura nueve meses y cuando está a punto de salir un catálogo se ordena el cierre del museo por problemas con el aire acondicionado. Lo otro es que algunos directores de museos han logrado colocar sus curadurías de artistas actuales en galerías, como Susana Benko o Catherine Chacón, o participar en Salones de convocatoria privada (Jóvenes con Fía) como Carmen Hernández, pero un artista como Omar Carreño no pudo contar con la curaduría de Perán Erminy en la exposición que realizara en La Estancia, de PDVSA. ¿Quién excluye a quién?
Si algo define a los museos, más que su personal especializado, son sus colecciones de donde se deriva su perfil, es decir, aquello que deben proyectar, qué hacer en cuanto a adquisiciones, investigaciones y publicaciones. Un museo puede contener, con el tiempo, diversidad de colecciones, porque el arte es diverso; pero así como hay museos de carácter universal, los hay de índole más nacional o local. Pueden especializarse en un artista o en una técnica, así como en una época. Los perfiles se han constituyendo gracias al coleccionismo, por lo mismo es factible que un museo se desprenda de un colección que ha terminado por resultar rara con el tiempo, y quedaría mejor en otro más acorde con ella. De allí los préstamos en custodia o simplemente las trasferencias, cuando no las ventas en los casos de museos privados. Aún así, siempre es un asunto delicado que debe ser tratado con tacto y conocimiento.
En nuestros museos de arte, la mayoría de los hasta ahora constituidos, el perfil ha sido respetado en términos generales, pero lesionándose eventualmente la calidad de lo exhibido, no tanto por las deterioradas condiciones de mantenimiento de las colecciones, sino porque se han dado casos escandalosos de exposiciones colectivas en las que no privaron criterios de selección que tomaran en cuenta la calidad, sino la cantidad. Concretamente en la II Mega Exposición del Arte Venezolano, con cuatro mil obras de todo el país, cuando los respectivos jurados de los museos habían seleccionado sólo mil; y los tres Certámenes de las Artes, que envilecieron con su vulgaridad, chapucería, improvisación y escaso valor artístico al Museo de Arte Contemporáneo, al Museo de Bellas Artes y a la Galería de Arte Nacional sucesivamente. En todos estos casos ha estado la mano de ministro Francisco Sesto demasiado visible como para buscar una excusa. Al parecer disfruta cuando levanta opiniones en contra de parte de un grueso sector cultural, no alineado con el régimen y añorante de la calidad y el rigor con que antes se resolvían estas cuestiones.
La consecuencia más evidente de todas estas políticas ha sido la desaparición del público de las salas de los museos. Si hay gente en ellos los fines de semana es por algún evento gratuito de carácter musical o teatral, pero no para ver una que otra exposición de interés. Las mismas exposiciones, cuando las hay, no son publicitadas y hasta hay museos que ni siquiera cuentan con Internet. El regreso del ministro Sesto al cargo en 2010 representó una nueva remoción del personal directivo, pero añadió una injusta acusación: responsabilizar a los trabajadores de lo que no ha sido sino una consecuencia de las políticas trazadas desde la Fundación de Museos Nacionales. La poetiza sor Juana Inés de la Cruz lo habría tildado de “hombre necio”. Y para seguir con las insensateces y las contradicciones, reconoce que la Fundación ha ahogado a los museos, pero en vez de buscar una asesoría, decide por su cuenta como castigo quitarles definitivamente sus colecciones a fin de resguardarlas en una sola bodega, que no está en condiciones óptimas, por inconclusa, ni para su propio museo: la de la Galería de Arte Nacional.
El temor de quienes hemos trabajo en los museos y seguimos pendientes de su destino es que se ha llegado al punto del no retorno: hay que acabar con los museos, con este quebradero de cabeza. Por un lado, la burocracia de la Fundación -que hasta ahora ha entorpecido más que ayudado-, de setenta empleados se reduce a 15, con mayor poder concentrador; por otro, el MUJABO se convierte en un anexo de UNEARTES como museo-escuela. Los museos serían simples salas de exhibición ocasional, y para ello habrá en cada caso que trasladar las obras del depósito ajeno, centralizado (más de 25 mil obras se calcula) hasta el propio museo, con todos los riesgos que de ello se corran: desde daño a la simple pérdida, extravío o hurto. No imaginemos la posibilidad de una tragedia.
En una entrevista reciente al maestro Carlos Cruz-Diez, ante la pregunta de si convenía resguardar todo el patrimonio en un depósito, recordó que esa medida extrema sólo se ha tomado en Europa en tiempos de guerra. Pero es que en Venezuela estamos en guerra, sólo que si el Presidente se la ha declarado a la propiedad privada y en particular a las empresas productoras de alimentos, el Ministro de Cultura se la acaba de declarar al patrimonio artístico venezolano. Sin embargo, mi más firme esperanza es que los museos entren en estado cataléptico y que algún día, ¡ojalá! no muy lejano, vuelvan a la vida como Rafaela Baroni, mas lúcidos y no como zombis.

Fuente: Analítica

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