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Exhibitions

Exposición del fotógrafo Chema Madoz en Caracas (invitación y texto de catálogo)

TEXTO DEL CATÁLOGO

Chema Madoz: Metamórfosis de la imagen

“…entre dos mundos diferentes, las mismas cosas se enfocan de dos formas distintas”

Andar en la Ciudad

Michel De Certeau

Con ese deambular despreocupado, como si no pasara nada, con la mirada distraída que analiza en su andar otras realidades –que no son lo que parecen y cuya función tampoco es la que conocemos; pues nos enfrentan a lo cotidiano (quizás ese otro mundo que discurre paralelo al que formalmente conocemos) en un diálogo sin fin entre la conciencia y la memoria, entre el saber y el sentir, el parecer y el ser, en una suerte de paseo entre el objeto y su significado, o mejor aún, entre sus múltiples interpretaciones– se nos presenta el obrar de Chema Madoz.

Cada imagen de su obra es en sí un mundo propio, fabricado concienzudamente para hacernos pensar en el mundo real pero, a su vez, nos lleva vertiginosamente a profundizar en la morfología interna de los objetos, en la profundidad de su creación, en la multiplicidad de significados, porque en cada obra nada es lo que parece. Madoz sabe encontrar las relaciones ocultas entre las cosas, algo muy parecido a lo que hace el poeta: la imagen poética que reconcilia lo irreconciliable.

En estos mundos diferentes se entrecruzan entonces las imágenes que nuestro inconsciente produce, permitiéndonos crear una nueva existencia. En una forma libre, aleatoria, sin destino preconcebido, espontánea en su camino, sin forma y ligera de equipaje, nuestra mente va fabricando ese mundo. Un mundo que es encauzado, manipulado por la obra, por la presencia del arte, del artista, del manipulador oculto, que parece pertenecer al de la ilusión y la fantasía. He ahí el placer.

Cada objeto es desposeído de su significado original para formar parte de un pequeño teatro de atracciones en donde se cambia el orden de las cosas, que asumen roles diferentes: unos protagónicos, otros pertenecientes a una comparsa, pero todos parecieran estar en una posición que permite la reconstrucción minuciosa de nuevos espacios de sentido.

Las imágenes de Madoz desafían permanentemente las leyes del pensamiento, son imágenes poéticas que reproducen muchas ideas, distintas unificándolas. Son imágenes contradictorias, plurales, polisémicas, instantáneas y dueñas de un sentido escondido, sin aspirar por ello a poseer en sí toda la verdad.

Así el anillo en la trampa es a su vez compromiso, representación, trascendencia, engaño, lujo, castigo. Estos significados contrarios, duales, son preservados, consolidados y congregados en la fotografía:

Vemos entonces cómo elementos distintos comienzan a participar de una misma realidad: cosas que no tienen nada que ver entre sí se disponen artificialmente para hablarnos de otras que en potencia podrían existir, y que ya existen en forma de metáfora. Es como si ideas y objetos disímiles fueran vinculadas sólo por la intuición premonitoria del artista, quien conoce perfectamente el desenlace: una nube es atrapada en una jaula, casi como si el artista quisiera detener su movimiento espontáneo, natural, y así parar el tiempo en un instante preciso. Otra nube (o la misma), detenida, se instala sobre una estaca solitaria convirtiéndose inmediatamente en un frondoso árbol con copa de algodón, casi como esos paisajes lúdicos que habitan el inconsciente.

La mente humana tiene la tendencia a negar las afirmaciones. Los razonamientos con frecuencia son negados por parecer impositivos, pero cuando algo sólo es dicho o –mejor todavía– sugerido, nuestra imaginación lo acoge con gusto. Es por eso que este lenguaje metafórico estimula la imaginación y la impulsa. Somos capaces entonces de interpretar, desde nuestras ideas y conocimientos, cada imagen en una forma individual, propia y a la vez común a otros.

La fotografía de Madoz reta permanentemente el raciocinio más elemental, estimulando la imaginación en busca de asideros mentales que den sentido a nuestra observación. Es un juego permanente entre el asombro y la razón. Allí donde la sensación de caer al vacío se asemeja a un paseo en montaña rusa en el que el vértigo recorre de forma escalofriante nuestro ser, hasta que encontramos esos descansos en donde empezamos a entender y a reconstruir una nueva realidad con las pistas que nos da la experiencia. Llega entonces el momento de la comunicación, de las preguntas que generan respuestas instantáneas enlazándose con otras preguntas y otras respuestas que finalmente conforman una red de sentidos. Pero a continuación, nuevamente la razón es sorprendida: nuevas imágenes se agolpan en nuestra mente… y volvemos a caer en el vacío.

Este carácter metafórico en la obra de Madoz se nos presenta una y otra vez como un puente transitable entre el deseo y la realidad. Allí cada imagen pareciera estar completa en forma y sentido. La imagen no explica, invita a recrearla.

Por un lado, la aguja que va ensartando minúsculas gotas de agua para formar ese collar de perlas, ligeras, frágiles y efímeras que casi podemos tocar pero, que a conciencia no hacemos para que no se deslice inevitablemente en nuestras manos: mientras que por el otro, la misma aguja hace un sinuoso y certero trazo convirtiéndose en la clave de sol perpetuamente sonora, y que nos introduce en la música interior que habita en nosotros. Es como si un mismo objeto cambiara de papel en una obra de teatro y asumiera según la ocasión personajes distintos.

Se trata de representaciones que desafían nuestro pensamiento, pero que se recomponen cuando otras imágenes similares completan esos espacios vacíos que las obras dejan en nuestra mente. La coqueta feminidad de la percha de perlas, ya ensartadas, pulcras, limpias, perfectas, nos hace pensar en la metamorfosis de la imagen, transmutaciones de sentido que suceden armoniosamente a medida que recorremos el conjunto de las obras. Queremos tocarlas y no podemos, sabemos que si lo hiciéramos la ilusión se desvanecería.

Cada imagen es independiente, pero a medida que el artista ha desarrollado un universo de obras, unas se relacionan con otras que son aparentemente diferentes, continuando así sus propios discursos. Esto nos ayuda a pensar en una pequeña historia surrealista en la que los árboles lloran lágrimas de poesía japonesa, o aquellos de cuyas ramas brotan suculentas notas musicales que nos hacen escuchar el canto de los pájaros, en ese bosque de ensoñación en el que habita también nuestro inconsciente. Esa imagen poética, que el artista ha construido intuitivamente, es precisamente la que hace posible que dos realidades diferentes se puedan reconciliar.

Madoz se sirve de los objetos, se apropia de ellos, los mezcla, construye con ellos otras realidades, hace verosímil lo imposible. Crea múltiples mundos, mundos de ficción que discurren en paralelo al mundo real. Son mundos propios en donde estamos invitados a narrar nuestra propia versión, a narrar otros relatos.

Vemos, por ejemplo cómo la imagen del piano manipulado nos recuerda a John Cage con sus sonatas e interludios para piano preparado. En esas piezas la música en si misma nos permite reencontramos con recuerdos perdidos. Surgen en nuestras mentes impresiones, sensaciones y vivencias anteriores, y lo hacen incontrolablemente, en forma automática, involuntaria. Nuestros recuerdos son recreados, y seguimos el derrotero de nuestros pensamientos. Empezamos a buscar similitudes que apoyen nuestras sensaciones, empezamos a analizar…

En ambos artistas lo que pareciera ser importante es el momento de la ejecución, y no la obra como tal. Cada uno de nosotros encuentra en las imágenes de Madoz referencias e interpretaciones diferentes, cada ejecutante interpreta a Cage a su manera y estilo, pero dispar, desigual. En el fondo, ambos parecieran pensar en la obra como un “obrar“, una ejecución, la obra cobra vida con cada interpretación.

Analicemos ahora cómo cada uno de estos artistas prepara su obra, ambos pueden preveer la imagen final, manipulan los objetos, seleccionan los diversos protagonistas, sus límites son más amplios; en Cage: tuercas, tornillos, trozos de madera, plástico, plastilina, se disponen en una serie de cuerdas del instrumento; mientras tanto Madoz se sirve de relojes, de notas musicales, nubes, trozos de mármol, libros, compases, radios viejos, escaleras desgastadas, en fin, los parámetros son más flexibles, cada objeto puede reinterpretarse y asumir nueva significación, los espacios de sentido se multiplican y se crea una red de significados.

A medida que avanzamos en el recorrido museográfico, se va aclarando el camino y empezamos a preguntarnos (en aquellos inevitables contactos con la realidad): ¿qué fue primero en el obrar de Madoz, la idea primera que precisaba del objeto para materializarse o la necesidad del objeto de ser manipulado, llevado a formar parte de otra realidad? La respuesta es tan ilusoria como la obra misma.

En sus fotografías ideas y objetos parecieran converger desde lugares diferentes, cada uno con su propia función y significado, pero que al entrar en la composición de la obra asumen cada uno otro papel, cambian su sentido. Es por un lado, aquella seducción incontrolable que ejerce el objeto sobre su manipulador, su artífice, mientras que, por el otro, es la intención obstinada del artista por reinterpretar la idea primera. Así el reloj, que marca su propio tiempo, es ahora convertido en luna sobre el mármol negro, un único objeto que pareciera estar colocado en el sitio justo como para hacernos sentir el movimiento de la tierra y el paso inexorable del tiempo. O el transportador, que al colocarlo en el punto cero del horizonte, que nos habla de días y noches eternas que se repiten recurrentemente, todos los días iguales, como en la vida misma. Paisajes creados con elementos que refuerzan y consolidan su sentido primario haciéndolos categóricos, bajo una nueva lógica: una lógica que funciona convincentemente en el mundo de Madoz.

Madoz trabaja con los objetos, pero con las relaciones que se tejen entre ellos, es por eso que los mismos elementos en otro contexto cambian su sentido, es una forma de ver como se relaciona cada objeto consigo mismo. Los relojes igual son lunas que piezas del juego de damas en donde cada ficha blanca tiene su propio tiempo, su individualidad; el mensaje es reforzado ante la uniformidad de las fichas negras, quienes oscuras y sin identidad acompañan el juego. ¿Nos habla esto de nuestra Sociedad? ¿De la dualidad blanco-negro, rico-pobre, gobernante-gobernado, en la que cada uno articula siempre los pasos del otro?

En todo caso, el artista actúa como detonador de múltiples pensamientos y pluralidad de sensaciones, cada una de ellas se mezcla con nuestra propia constelación de ideas. En su hacer, el artista nos persuade a ver poliédricamente sus obras.

Esta confrontación entre objetos y cosas que parecen ser iguales pero que no lo son es también una constante en las imágenes de Madoz. La vida misma es dual, paradójica, discordante, y el artista lo supo desde el primer instante. En sus primeras imágenes, en las que aún participaban las personas –sus amigos– los objetos y personajes se confundían, y asumían uno el rol del otro. En el tríptico de las piernas sobre el charco de agua (obra temprana) el humano es tratado como una planta, otro ser vivo que también necesita de agua para vivir, pero que se la provee de otra manera. ¿O será que en el fondo Madoz sugiere que todo ente vivo es igual? ¿Objetos y personas somos a veces lo mismo?

La intencionalidad recurrente, la afirmación redundante, tautológica, insistente, que muestra Madoz en la composición de sus imágenes es la que nos hace sentirlas tan llenas de significado. A veces la obra es irónica, otras veces es repetitiva, pero por lo antagónico de su significado nunca cae en lo absurdo ya que encontró un nuevo orden y ese nuevo orden sólo se puede dar en la imagen, en la metáfora. El artista pareciera querer decir una y otra vez la misma idea desde ámbitos diferentes, es como si repasara el contenido de cada imagen hasta hacerla lucir completa.

En el trabajo de Madoz los objetos construyen articuladamente el sentido de la obra. En una forma precisa cada pieza de este rompecabezas encaja adecuadamente para mostrarse en su plenitud: el libro envuelto y enlazado con unos lentes y el rodillo que sugiere lecturas interminables o la cámara iluminada y protegida por la “gracia divina” que augura un momento de absoluto éxtasis creador; la quimera de todo artista.

Los objetos de Madoz van desentrañando en el espectador la esencia de la vida misma: arraigos profundos que son mostrados cuando observamos el pie poblado de raíces que ha sido arrancado laboriosa y tajantemente de la tierra, o la creación en un Adán-Eva que en un solo cuerpo habla de fecundidad y de comunión, y que conjuga en la imagen de la mujer-hombre/hombre-mujer y en la copa de vino la continuidad del ser: procreación y vida. Se trata de esa dualidad presente en la vida misma y que habla de la simultaneidad de características diferentes que acontecen en un mismo momento: hombre-mujer, vida-muerte, luz-oscuridad.

Pareciera que la memoria del artista le exige reconstruir permanentemente sus recuerdos. Encontramos así que fragmentos recortados de su niñez (cuando la tapa del horno de su maestra era su escritorio, su ventana al mundo) se convierten en objetos que, como un todo, contienen un universo que para el espectador es reconocible.

Es como si Madoz quisiera contarnos confidencialmente su mundo de recuerdos: objetos maravillosos como el dedal de su mamá es ahora un árido ecosistema con un cactus gigante que crece ante nuestra visión; el radio viejo de la casa contiene toda la música del mundo, la de ahora y la de toda la vida; la quesera ahora es queso y la escalera apoyada en el espejo nos invita a regresar al pasado (¿al suyo?, ¿al nuestro?), a esos momentos de la niñez en los que las dimensiones cambian, las proporciones no son las mismas, los recuerdos las exageran o la disminuyen y son acompañadas de olores, sabores y sonidos reconocibles, entrañables.

Esos fragmentos de memoria justifican ante nuestros ojos adultos las relaciones hasta ahora incompatibles de los sueños y las realidades, de aquella razón formal que se permite fantasear como jugando al escondite con la lógica y el saber.

Al asomarnos por la mirilla del libro podemos ver ese mundo que habita en los recuerdos, esos fragmentos de pasado que son reconstruidos y reordenados arbitrariamente por nuestra mente creando nuevas verdades, retazos de situaciones que son reconfigurados magistralmente cobrando nuevo significado. ¿Será esta la clave para leer la obra de Madoz? ¿Habremos de buscar en nuestra memoria viejos recuerdos, fragmentos, pistas que nos acerquen por alguna vía a lo que el artista intenta articular en su hacer?

¿Será que el artista nos está extendiendo una invitación velada a narrar con nuestras propias palabras su obra, a compartirla, a crear nuevos y muy variados recorridos (no previstos inicialmente por él)?

 

Al final quedan muchas interrogantes, algunos indicios, pistas a seguir, emoción, placer estético y sin lugar a dudas la invitación a continuar viendo una y otra vez cada pieza en busca de nuevos significados. Pareciera como si el artista, consciente de esto, se despidiera de nosotros con su rúbrica, a su manera, con una imagen, un guiño cómplice que es su autorretrato.

Odalys Sánchez de Saravo

 

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